El papado como cruz
Reflexiones al hilo del Cónclave de 2025. En oración y con esperanza
Foto de Pierre Goiffon en Unsplash
No hay elecciones que conmocionen lo que conmociona un cónclave. No hay evento político que encuentre en la prensa internacional —y mucho menos, en la piel de la gente corriente— una respuesta tan detallada y llena de análisis. Un cónclave nos impacta por sus tradiciones, su liturgia o su —por qué no decirlo— secretismo; pero nos impacta porque, ante todo, no es un mero evento político sino la elección de un guía espiritual, de un padre para los creyentes y de una voz que, inexorablemente, será escuchada en los confines de la Tierra.
Como tanta gente en el mundo, he vivido ya dos cónclaves. Pero a diferencia de tantos de mi generación, por azares de la vida, yo puedo presumir de que me acuerdo de ellos. Recuerdo vagamente cómo Benedicto salió al balcón y puso fin a quince días de homenajes continuos a un Papa que revolucionó el mundo. Y recuerdo ese largo proceso del que, tras miles de fotos de Scola, Ouellet y Scherer, acabó saliendo un Bergoglio, ya Francisco, tan inesperado que los reporteros de RTVE no acertaron a reconocer su nombre entre la voz cariñosa y trastabillante del anciano protodiácono Tauran.
No volveremos a vivir algo así hasta dentro de diez, quince —quien sabe si treinta— años. Y entonces, volveremos a googlear (probablemente a lanzar un prompt a una IA) para saber qué pasa en el Vaticano cuando hay sede vacante, a preguntarnos por qué tardan tanto en enterrar al Papa y a maravillarnos de las imágenes de su entierro. Soñaremos con ir a Roma, leeremos infinitas quinielas y nos sorprenderemos cuando alguien —con memoria o manejo de Wikipedia— nos enseñe de nuevo que el cónclave, propiamente dicho, no dura más que unas pocas horas, por mucho que el boom informativo de las congregaciones generales lo grabe en nuestras memorias como un proceso casi interminable.
Pero si el proceso no es largo, lo que sí es, es grave. Escribo estas líneas mientras los cardenales prestan juramento de silencio en su entrada a la Capilla Sixtina. Basta ver sus caras para entrar en oración. Claro que hay sensibilidades, grupos y opiniones muy divergentes sobre el rumbo que debe tomar la Iglesia. Claro que un nada polémico cardenal Ratzinger ya dejó dicho en 1997 que la elección del papado la realizan hombres. Pero el Espíritu, también señaló, se encarga de guiar a esas personas y de asegurar que sus decisiones no llevarán a un fracaso rotundo. En medio de sus divergencias, de las polémicas y de las tensiones, hay algo que une a los purpurados. Una esencia común que guía sus vidas y le da sentido a todo: la figura de Jesucristo.
Solo la figura de Jesucristo, la aceptación de su muerte en cada muerte de nuestra vida y la proclamación gloriosa de su resurrección pueden sostener al Colegio de Cardenales en estos momentos. Porque el papado, lo saben todos, no es —o quizás, no es solo— poder, gobierno y geopolítica. Es, ante todo cruz. Subir al trono de Pedro es acercarse al madero, que fue, a la vez, el trono que coronó a Cristo y el lecho donde se desposó con su pueblo infiel. Y hacerlo, como el primer Papa, bocabajo, totalmente despojado de seguridades humanas y sabiendo que, hagas lo que hagas, errarás.
El Papa que hoy o pasado mañana al balcón de San Pedro será el hombre escogido por sus hermanos para, en nombre de Cristo, desposarse con la Iglesia. Él cargará con los destinos de la humanidad, se encargará de «confirmar a sus hermanos» en la fe y de dejarse la vida llevando el Evangelio a los «confines de la Tierra». Unos confines más anchos de los que nos habíamos imaginado, como se ha encargado Francisco de recordarnos estos años. Su tarea será superior a sus fuerzas y solo podrá apoyarse en la gracia del Señor.
Recemos por él. No necesitamos al más santo, sino al que, una vez elegido, abrace esa cruz que le han cargado. Esa será su misión. Y esa es también nuestra misión cada día. Aceptar, disfrutar y amar la vida que el Señor ha puesto delante de nosotros. Y estar ahí acompañando a aquellos que, sin nosotros quererlo, nos han elegido para que les amemos. Eso es subir la cruz. Eso es ser mártir y por ende, tener vida eterna. Vivir no con miedo a la muerte, reservando siempre algo por si acaso, sino abiertos a la vida. La tarea supera nuestras capacidades. Pero sabemos que todo es gracia.
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